Autor: Miguel Ángel Hiniesta Sánchez
Lengua: Castellano
Fuente: NOTA-Porrah en andalú | habla.andaluza
Todavía quedaban flores de azahar abiertas en los limoneros de la plazoleta de San Francisco. Un coche cruzó rápidamente la Ronda Norte dejando atrás el Matapiojos para ir allá arriba. Se escuchó el ruido de dos maletas en la calle, las llevaba el padre, la hija recién llegada era un preciado tesoro. Y en la puerta de la casa estaba la madre con sus ojillos castaños esperando a su niña. Ella en cuanto se la encontró dejó ver que era una mujer muy besucona. Al poco, calmada el ansia que los consumía, se pusieron a hablar:
—He aprendido mucho, aquello es otro mundo.
—¿Entonces te ha gustado?
—A ver, esto es otra cosa; lo que aquí encuentro, Madrid no me lo pudo dar nunca.
Se acercaron a visitarla. La tía vivía allí abajo, en una casa de dos ojos, de influencia inglesa, que, aunque estaba algo estropeada mantenía la esencia aristocrática que le daba haber sido construida en el segundo decenio del siglo veinte por una familia de la burguesía salazonera. La madre picó y se escucharon los zapatos de cuña de la tía resonar en el suelo hidráulico. Al momento la puerta se abría dándoles paso a un fresco zaguán de techos altos y color blanco. Como la tía tenía que pintar el patio y la muchacha estaba deseando hacer algún trabajo con sus manos, las dos se pusieron ropa vieja y empezaron a mover los maceteros, la tía le enganchó en el delantal un geranio que se le había roto. Entonces una voz cruzó el aire.
—Tita, ¡ay que ver la bien que canta la muchacha esa!
—Es una gloria escucharla. Más o menos por esta hora se pone a ayudar a la madre con los arreglos de la costura y empieza a cantar, y cómo se deja la ventana abierta se le escucha.
—Ojalá que nunca la cierre.
—Mira, los otros días cantaba unos fandangos más bonitos… Y en Semana Santa le cantó una saeta al Padre Jesús, que vamos, yo no soy de llorar, pero se me cayeron dos lagrimones…
Para volver a casa tenía que pasar por Las Palmeras, por todos lados había niños jugando, y los bares estaban llenos, había mucha vidilla. Ya saliendo del paseo, unos rayos de sol sincero le iluminaron la cara, prestándole una calidez que hacía tiempo que no sentía. Notó los ojos húmedos. Y sin ningún miedo se confesó sí misma.
—Aunque llevo varios años fuera de mi pueblo y he estado en muchos lugares, es como si ninguno de ellos pudiera avivar la claridad de mi alma, solo lo consigue la luz de este sitio donde me crié, solo la luz de este sol de mi tierra.